Acerca del deber de narrar (fragmento)


 

        No es casualidad la afinidad que tengo por el español. Vengo de una línea de maestras entregadas a su labor. De esas mujeres ejemplares, conocidas en toda la escuela, el barrio y el caserío. Misis Llanos y Misis Dalmau, respetadas por ese abanico de oficios llamado maestra. Desde pequeño me encanta escribir en cursiva (antes de la llegada del computador). Por ejemplo, en los dictados significaba que íbamos a escribir en la libreta hasta que la maestra dijera suficiente. No me importaba lo que íbamos a escribir; me emocionaba saber que iba a rellenar la libreta con palabras, que iba a demostrar mi habilidad con el lápiz y entre líneas, intentaba que las letras quedaran simétricas y perfectas. No puedo describir la razón por la cual sentía placer porque ha pasado demasiado tiempo y ahora vivo en el intento de querer abrazar la vida todos los días. Si me encontrara con ese chiquillo, lo abrazaría con todas mis fuerzas posibles y le diría que escribiera todas sus felicidades en una libretita para que recordara en la adultez que la tristeza es un producto de la verdad. A este amor letrado puedo añadirle otras Maestras que eran extensión de mi mamá en la escuela; que notaban mi conexión con las palabras y me alentaban a la lectura y a la escritura. Sin embargo, la necesidad de escribir nació de mis primeras lecturas. Esta obsesión con la palabra también creo que se la debo a grandes narradoras como Ana Lidia Vega, Mayra Santos Febres y María Luisa Bombal. Su construcción de mundo fue capaz de abstraerme inmediatamente del presente para atestiguar con asombro y dejadez su construcción de otras historias, otros tiempos, otras posibilidades.

            Desde que regresé a Puerto Rico he ido expurgando mis elecciones de lecturas. Por mucho tiempo pensé que debido a mis clases de sociología y trabajos de universidad leí muchos escritores blancos. Pero esto no es precisamente cierto. Tal vez es más acertado pensar que leí pocos escritores negros durante todos mis años de estudiante. La realidad es que gran parte de mi formación como estudiante de literatura y sociología se basó en el pensamiento de personas e intelectuales que poco tenían que ver conmigo o de dónde vengo. Fue casi natural mi desviación (y esta palabra no la uso con desdén) hacia otras lecturas. El trend continuó y me sumergí en las obras de Sartre, Camus, Kierkegaard, Cioran, Dostoievsky. Las personas que han leído a estos escritores entenderán la pesadez y la gravedad que su pensamiento provoca en el nuestro. Esa carga se añadió al deseo del lápiz. Ya no fue suficiente la lectura ávida, sino que se manifestó una necesidad -casi imitadora- de escribir también; un intento de explicar ese angst que te espera en la almohada todas las noches. Uso la palabra angst refiriéndome a esa incomodidad sin nombre, la frustración que nace cuando vas entendiendo las razones de algunas causas y sin embargo con tantas explicaciones, las cosas tienen menos sentido. 

            Y es contemplando el axis entre lectura y escritura que busco entender el ejercicio de observación. Porque creo que aquí se manifiesta un deber de narrar desplazamientos y marginalidades raciales. La inquietud insatisfecha; mi ineptitud se vio reflejada en mis intentos por entender todas las cosas que (me) suceden por medio de la lectura de individuos que narran otras realidades ajenas a mi pasado pero también a mi cotidianidad. Pero esto lo vengo a entender ahora que escribo estas palabras. Para ese tiempo me convencía de que me no me hacían falta otras lecturas -la lectura de escritores negros y caribeños- porque ya yo vivía la negritud todos los días y estaba cabrón tener que leerla también -y por elección propia-. Basta con leer estas palabras que escribí para ganarme una beca y entender mi confusión:

Antes, no me consideraba escritor de oficio. Para mí, escribir siempre ha sido una necesidad. Sin embargo, al empezar a publicar esto ha ido cambiando. No gracias al éxito he tenido que asumir ciertas posturas que nacen de la preocupación de la crítica y los lectores. Cuando he sido invitado a participar en actividades como lecturas de poesía, eventos y festivales, observo que la presencia de escritores negros es mínima. Adquirir esta consciencia se inmiscuye en mis intenciones literarias. Mi color de piel es lo primero que entra a cualquier espacio. Pero cuando escribo, no tengo intenciones de abordar ningún tópico. Ni raza, ni nación, ni género, ni la identidad. A veces, en la poesía, el deber interfiere con la libertad. El juego de las palabras reorganiza las imágenes de todos los días. La ciudad es un espacio geográfico cargado de existencias. Aprieta algo sobre la cotidianidad compartida. Es una saturación de sonidos y movimientos que apabullan los sentidos. O esa es la ciudad que mi poesía escribe. Mi poesía es un desafío a la precisión y la honestidad de la memoria. Sin ninguna pretensión otra que anotar lo que veo cuando camino las calles o veo a la gente pasar desde el balcón. Mi poesía es un tejido de cosas.

 

            Al parecer estoy atrapado en ese tejido de palabras. Porque ahora intento lo contrario. Tengo todas las intenciones -a pesar de mí mismo, confieso- de escribir desde mi raza, desde mi identidad (lo que signifique este concepto ahora mismo). O tal vez ese siempre ha sido mi motor de escribidor. Tampoco me considero un poeta. Conozco poco las reglas de rima y simétrica. Escribo en prosa como un locodemente y después los poetas verdaderos (estoy hablando de los editores) se encargan de cocinar los ingredientes que les tiré en la página. Tomo con pinzas la palabra escritor y acá entre nosotrxs, prefiero el término escribidor (la RAE tiene como definición en una tercera entrada “mal escritor” y a mí me parece perfecta). Mi imaginación se esconde a la hora de escribir ficción así que me dedico enteramente al testimonio. El testimonio sin pretensiones literarias; mi deseo es entender el mismo mundo del cual trato de esconderme todos los días, porque aunque a veces lo mire con desdén, generalmente quiero abrazarlo y hacerme uno con él. En mis crónicas y mis diarios lo único que puedo hacer es recordar. Hasta la nostalgia ha ido pereciendo con el tiempo. Observo las palabras escritas versus los objetos y los espacios que ya no están, los negocios clausurados, los boquetes que se expanden como un hoyo negro en la carretera, la ausencia de personas versus la proliferación de grafitis -como si los colores y el arte fueran un grito desesperado por tatuar la memoria del desplazamiento-. Es como si la tristeza se me fuera pasando de moda y el cinismo me fuera seduciendo con su encanto hacia la oscuridad del silencio. A veces prefiero observar a escribir. Pero cuando el viaje a esos lugares que tanto amo aquí sigue encareciéndose pues no me queda de otra.

            Ahora sin la constricción de la universidad, y la queridísima influencia y recomendación de mis amigxs he tenido la oportunidad de leer a escritores negros, negras, trans, mujeres, etc. desde una perspectiva testimonial que inevitablemente me hace pensar (a profundidad) en la intersección. Me ha obligado a cuestionarme completamente las posturas no solo de mis escritos, sino mi manera de observar, y así mismo mi manera de leer. Para mi disgusto, casi todo parece ser político y no fue hasta mis treinta años que me animé a construir una nueva biblioteca en mi casa y en mi memoria: Marlon James, Camila Sosa, Angela Davis, Amara Moira, Ralph Ellison, Piri Thomas, mi regreso a los escritores puertorriqueñxs, latinoamericanxs y caribeñxs, mi regreso a los títulos que profesores y compas me pasaron durante años pero que quedaron en la espera del campo memorial. El angst ahora comienza a desvestirse mejor, a mostrarse con toda su anatomía –soy un hombre negro a dónde quiera que vaya antes que otra cosa-. En las lecturas de poesía, en las universidades, en los congresos, en la soledad de mi casa frente a un computador.

            No es hasta que estás fuera de tu casa que la empiezas a extrañar. Hace poco cumplí dos años de mudarme al oeste de Puerto Rico. Me cuesta más o menos cincuenta dólares un viaje de ida y vuelta de la metro. Entre mantenimiento, gasolina y peaje, las visitas se han ido reduciendo con el tiempo y ahora comparto menos con mis amigxs y mi familia. La última década se ha caracterizado -una vez más- por la emigración de los puertorriqueños. Hemos perdido casi la mitad de la población, con la aceleración de los huracanes, terremotos y pandemia. Los lugares que frecuentamos cerraron, quebraron o se derrumbaron. Tenemos una puerta giratoria de viajes -de la isla al continente y viceversa- que estiran los vínculos entre puertorriqueños y puertorriqueñas. Esos nexos no pueblan nuevamente las calles vacías, ni reabren los negocios cerrados, ni nos cura esa locura social que nos acecha los domingos en la noche, pero al menos subrayan cuan presentes están todas esas ausencias.

            Tal vez aquí está la importancia de narrar desplazamientos y marginalidades raciales. En la palabra encontramos el testimonio. Por medio de la lectura y escritura, podemos, como dice el escritor cubano Abilio Estévez “comenzar una realidad a partir de otra realidad”. Tal vez este deber tenga que ir más allá de escribir, también necesita de nuestro ejercicio de lectura; de prestarle nuestros ojos a las palabras de otrxs, al testimonio de la vida de otrxs que tienen el privilegio del tiempo acompañándolos en sus escritorios. Hacerlos compañeros de nuestra mirada y añadirle palabras a nuestras voces, esas que están en la calle haciendo visible las luces en las sombras y que miran los enemigos a los ojos. A veces lucho con la futilidad de mi escritura, como si fuera un testigo del proceso de deshumanización que no puedo detener, pero igual lo escribo y lo enfrento. No queda de otra. Escribo aquí/escribo allá, donde quiera que puedo, la vida continúa, aunque siento ese cansancio dormido que a veces despierta en forma de poesía. Me rodeo de palabras para no sentirme tan solo.

            Narrar desplazamientos y marginalidades raciales no es solo describir o señalar la gentrificación o el proyecto de país sin sus ciudadanos (puerto rico sin puertorriqueños), también es invocar la memoria de nuestras victorias; las oraciones y los abrazos en el aeropuerto, las agencias hípicas, el jangueo en el liquor store, la defensa de las playas, las noches que seguimos siendo gente, los nombres de nuestras calles, de nuestros padres, madres y abuelas. Escribir como los detenidos que somos en esta vida, escribir con la palabra bajo libertad en este purgatorio de flores y tapones.

 

 

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