El silencio de las hormigas de Amarilis Tavárez-Vales

 

Nuestro cuerpo es una habitación que espera la enfermedad en cualquier momento. Es inevitable su llegada. Su partida, por el contrario, nunca se conoce, solo se puede estimar. Las dos entradas de la RAE definen el término de dos maneras; por un lado, dice que es “un estado producido en un ser vivo por la alteración de la función de uno de sus órganos o de todo el organismo”, y por otro, “pasión dañosa o alteración en lo moral o espiritual”. Este ejercicio lo voy practicando últimamente, buscar la definición de una palabra en la institución española y pensar otros posibles significados. Es un asunto de poesía: buscar alternativas a cualquier ¨autoridad¨. Yo apostaría que la poesía de Amarilis Tavárez-Vales podría ser una autoridad en lo que Julio César Pol llama la poesía etnográfica de la escritora. La definición alternativa la encontré en su libro El silencio de las hormigas, una alteración por donde se asoman las pesadumbres cuando se rompe con algo cotidiano. El padecimiento es un recuerdo constante de lo que no se tiene, es una interrupción sobre el tiempo.

 La primera parte del poemario se llama Incorpóreo. A medida que la poesía teje memorias sobre el papel en blanco, la poeta va recomponiendo las piezas del recuerdo que la afección ha fragmentado, o si se quiere, ha alterado. Y es que en El silencio de las hormigas sucede todo alrededor de la enfermedad. Las hormigas que pernoctan en la casa, que van comiéndose las cosas en silencio, hasta que un día, rotas por dentro, se caen por su propio peso, o hasta que un día, el azúcar en la alacena no está. Así sucede con las memorias si no se las recupera a tiempo, se rompen o desaparecen. Pero el momento idóneo a veces no lo decide la mano ni el tiempo, sino la poesía. Tavárez Vales comienza sus versos diciendo:

Admito haber buscado el perdón

de los que me antecedieron.

-Mi padre, mi madre, mis tías,

algunos amores -. -Dios (13).

 

Ese poema, Manifiesto, parece ser el testamento para empezar a contar lo que significa vivir alrededor del padecimiento. Hay un diálogo que ocurre entre poeta y cuerpo. Un recorrido por la piel, nuestro órgano más largo, y por tanto, un camino largo, lleno de trampas y engaños, pero también de amor y cuidados. El cuerpo habla por medio de la palabra, inamovible, invadido por el dolor, la confusión y la soledad:


                                    La parte más áspera de este conflicto

es la sed. Sed de regreso, sed

de conocimiento, de revancha (13).

 

(Re)conocer y resignificar las memorias que pululan como olas cerca de la ventana en una noche oscura. Un asedio constante, que a veces puede ser un sonido taciturno y apacible, si ya se está acostumbradx a las tormentas inevitables. La poesía de Tavárez se acerca con el intento de asumir lo terrible de la revelación. Asumirla, asumir una vida enferma, una vida junto a la enfermedad. Y sin embargo, la poeta insiste en seguir escribiendo, aunque haya descubierto tarde que “Dios es como el eco de una hormiga” . Este sentimiento que revela una inmensidad silente, que casi abandona, se repite a través de todo el poemario. Acertadamente César Pol dice que, ¨el gran tema en este poemario es el fracaso de la medicina y la ciencia moderna ̈; es un paseo por hospitales, cuartos de pacientes, habitaciones de la casa, las ambulancias. Las imágenes aparecen como una caja de recuerdos de la voz poética, que rejuvenece y envejece todo el tiempo, muere y resucita. Hay una búsqueda inútil (pero no inerte) del sentido y la concatenación de las cosas. La derrota que florece por lo inevitable de una vida que requiere constantes visitas a los médicos, a las salas de un hospital. Una estampa que muchxs boricuas conocemos personalmente. Una revelación que me parece terriblemente bella es este verso:

                                                            Que impotente soy

ante el impacto del tren y la muerte

que me apremian (14).

El uso del verbo apremiar y que la muerte sea un premio, un impacto preciso, un reconocimiento de cuán final es la muerte (o por consecuencia, cuán final es la vida). Una impotencia frente a lo inevitable. Es una imagen terrible, pero bella, precisamente por lo ineludible del impacto sobre el cuerpo y por ende, sobre la palabra. Las hormigas en la cocina no hacen ruido, pero van comiéndose las cosas poco a poco. La enfermedad va devorando las felicidades poco a poco, el disfrute se erosiona y solo queda la queja y la culpa. Aunque los años han pasado, las memorias persisten como la marea.

El poema Irme retrata la experiencia en la ambulancia de la voz poética, que va en un viaje inevitable, el cuerpo sobre el vehículo sin poder aferrarse a algo: me aguanto el abdomen mas nada socorre mi angustia (17). A veces, la distancia puede ser demasiado. Dice en angustia un verso: Por favor sáquelo de aquí. La hora me está matando. (19). Es el paso del tiempo que marca la estancia en la habitación de un hospital. Los recuerdos de la infancia (o el retorno a ella) son maneras de sanar el presente.

En Un poema exacto, se manifiesta el deseo de la escritora de habitar el poema en vez de habitar el cuarto que ocupa:

 

Aún quiero escribir y nada surge.

Avanzo con urgencia porque a las hormigas nunca se les gana.

Levantarme.

Que se caliente el cuerpo y despierten mis manos y mis pies (20).

 
Así como en Poema para no debilitarse, el sostén aparece por medio de la palabra y el recuerdo. La apuesta a sanar nombrando las cosas y las infancias recurrentes, ¨se nos está rompiendo el tiempo en los bolsillos¨ (20), anuncia la poeta. La enfermedad aparece como un marcador de que las cosas están pasando, que no queda otra cosa más que el tiempo y en este caso, la poesía. El cuestionamiento a Dios es recurrente en estos poemas, y es consecuente por supuesto, porque Dios puede ser silencio también. La ausencia de victorias es una derrota de la desesperanza, porque ya no se espera nada, más que dolor y recuerdos. ¨Por eso suelo olvidar lo impensable. De otra manera, cómo explico el impulso a la rabia o mi alegría ocasional¨ (26). ¿Quién, enfermo o no, vive sin olvidar las posibilidades de la tragedia y la necesidad de olvidar la muerte? La vida es eso, una espera de rabia y alegría ocasional. Todo lo que debemos hacer es prepararnos para la pérdida. ¨Con toda su belleza ese tiempo nos destroza¨ (26), el tiempo desgasta el cuerpo y el paso de los días. Los días son sal que enmohecen la espera y la vida.

La segunda parte del poemario, Cuerpo dolor, hermana esos dos sustantivos. El sufrimiento se vuelve algo corpóreo, se habita el mismo como también se habita la piel, como se habitan los órganos y se habita la poesía. La poeta insiste en acercarse a nosotrxs, ese intento de invitarnos a comprender cómo se (super)vive entre tanto asedio médico y existencial:

Camino como la mayoría, sin guía, fingiendo,

ocultando, sobreviviendo los daños por instinto y sospecha.

Burlando las malas costumbres de la mente,

los horrores diarios (29).

Es la voz poética que intenta acercarse a la humanidad, narrar el dolor por medio de la poesía y así universalizar ciertas cosas, como los horrores diarios y las malas costumbres. La poesía funciona para pernoctar sobre el recuerdo, pero también sobre el presente que reflexiona desde la palabra:

La muerte es una hormiga

encallada en todos los continentes de la tierra. [...]

La muerte nunca será vencida. Se multiplica.

Su tono marca la perfección.

La emancipación de todo (30).

Frente a esa obviedad tan terrible, debe existir algún alivio frente a la angustia. Y es en la misma fragmentación, en la alteración de las cosas, que la poeta encuentra su definición:

Soy un mosaico de callos y marcas.

Muslos. Abdomen. Brazos. Dedos.

Mi cartografía personal.

Rastros que renuevo y llevo conmigo (62).

La poesía es algo de todos los días. Como los pinchazos y la sangre. Cada día mi cuerpo se entrega a lo que odia. Por deber o salvación. Por ambos (62). Concuerdo con César Pol cuando dice que ¨el lector será conducido por las infinitas reiteraciones en los espacios de tortura del paciente¨. Me siento igual que Amarilis Tavárez: Escribo. No tengo otra forma de esperar la muerte (32). ¿Y es que escribir no es otra forma de esperar? La muerte trabaja como las hormigas, o como el poeta, en silencio, carcomiendo los interiores de las cosas hasta que un día la estructura cae, rota por dentro. Tallamos el tiempo por medio de los recuerdos, erosionando el presente de mentiras hasta que no queda tierra escondida donde pararse. Todo está a la intemperie. Eso. Escribir es tirarse a la intemperie. Y en la intemperie, te espera el silencio de las hormigas.

Amarilis Tavárez-Vales logra por medio de la poesía construir un cuarto de memorias al que nos invita a pernoctar junto a su voz. Se me escapan algunos temas recurrentes como el de la familia y por eso mismo insisto en su lectura. El silencio de las hormigas es una especie de trabajo documental que merece ser leído a cabalidad, invita a una lectura que puede ser incluso, desordenada, porque no se puede organizar a capricho tanto “mosaico de callos y marcas” (62). Esa cartografía personal está amenazada por el engaño que a veces nos juega el tiempo. Leer cartas viejas puede ser un encuentro con las mentiras que nos dijimos en el pasado. La palabra de Amarilis universaliza el dolor por medio de la experiencia de la enfermedad. Hablo del dolor físico, la pena de la distancia y la soledad, esas actrices que van tomando protagonismo a medida que pasan los años y la distancia entre la felicidad y el final se acorta.

 





 


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